Algo podrido anda en Cork, Irlanda: se trata del cadáver de Ada Flame, famosa actriz porno sadomasoquista, cuyo sensual hedor arrastrará, después de casi una década sin haber pisado la isla, a Alan Alcaide. Treinta y tres años. Insomne, impotente, licenciado en Filosofía y detective privado. Perdón. Investigador privado. Un retraso en la renovación de su licencia provocará que un educado pero insistente inspector de seguridad privada del Ministerio de Interior le ofrezca recuperarla. El hijo de alguien de arriba se ha visto involucrado en la muerte de Ada Flame y ha de ser liberado. El plan es, relativamente, sencillo: hacer que la muerte de Ada Flame se certifique como suicidio. En la charada le acompañará un subinspector asignado: Benito Huertas, cincuentón, tradicionalista, católico, de buen apetito y algo temperamental. Juntos no serán la mejor representación de la expresión uña y carne ; a la circunstancia mencionada habría que añadir otra galería de personajes: un estrafalario abogado irlandés, personificación andante del pasotismo contemporáneo y de la charlatanería vacua; una avispada y atractiva redactora freelance, acompañada de un experimentado investigador privado entrado en años; un sicario de modales amanerados cuyo alias es el de uno de los snacks de chocolate más famosos del mercado; o un hombre de negocios especializado en cítricos que se la pasa más ejerciendo de gángster que de empresario. Y aún con todo, la auténtica batalla se producirá en el interior de Alan: entre la cordura y el delirio; encauzado por los consejos de su mejor amiga, una psicóloga hippie; y la preocupación de su padre, un aclamado novelista de novela negra, al que evita cuanto puede, y de cuya pluma podría haber surgido este considerable embrollo, que será, sin duda, el caso más importante de la carrera y vida de Alan Alcaide.