Marta, con su amor por la flora, no podía evitar detenerse cada pocos metros. Observaba cada hoja, cada pétalo con fascinación. Recordaba las enseñanzas de su madre, que desde pequeña le había transmitido el conocimiento de las plantas medicinales. Podía identificar con precisión una raíz de ginseng o las propiedades curativas de la equinácea. Sabía que un solo pétalo de caléndula, recogido en la hora justa del día, podía curar heridas, y que los tallos de tomillo silvestre, que crecían entre las rocas, eran un poderoso desinfectante. Isabel, por su parte, era la que se encargaba de guiar su travesía. Su habilidad con los mapas y su conocimiento de la cartografía les permitía orientarse con precisión en medio de aquel paisaje que parecía interminable. Con solo dos líneas trazadas en un trozo de papel, era capaz de ubicar exactamente dónde se encontraban. Con un mapa, un lápiz y una brújula, Isabel se aseguraba de que siempre supieran hacia dónde dirigirse, marcando cada lugar significativo en su pequeño cuaderno de campo. Para ellas, estos objetos eran tan indispensables como el aire que respiraban.