Se nos antojaba que se había desatado una pandemia, cuanto más hablaban, más se desataban las tragedias en distintos puntos de la geografía española. Teníamos la sensación que todos los psicópatas se habían puesto de acuerdo para matar una o dos mujeres al día. Y la verdad no era otra, al maltrato se le había dado nombre y voz. La trágica muerte de Ana Orantes había despertado la conciencia de los estamentos gubernamentales de España y las improvisadas casas de acogida surgían por todo el territorio español a fin de socorrer a las pobres mujeres desvalidas, entre ellas yo. (...) En medio de aquel gozoso infierno, vi el cielo propiciador que abría sus ventanas sobre mí, y supe que se acercaba el día en que tendría entre mis brazos a mi pequeña Adriana, que me aguardaba a doscientos kilómetros de allí. En suma, durante los días que duró la feria, fuimos menos infelices, aunque solo fuera a ratos.