Cuando le comuniqué a una persona querida que estaba escribiendo un libro en torno a la espiritualidad de la ecología me miró con un cierto aire de escepticismo y conmiseración como diciendo: "¿Pero es que también vas a atreverte con eso, si no eres técnico en la materia?" No respondí nada, porque ya estoy algo acostumbrado a situaciones similares, dado que casi todo el mundo piensa que el pobrecito filósofo sólo puede opinar de todo sin saber realmente de nada, por aquello de ser especialista de todo y de nada precisamente. Y de paso dan a entender que los que saben de las materias que estudian específicamente son los técnicos, en este caso los licenciados en ciencias ecológicas o del medio ambiente, los químicos y los trofólogos, e incluso los expertos en catástrofes y en ocultismo.
Pero, siguiendo ese discurso, ¿habría que dejar la reflexión sobre la supuesta moralidad de la condena a muerte en la silla eléctrica a los ingenieros que las construyen? ¿O la cuestión de la justicia en manos de los juristas? ¿O la política en el ámbito de los partidos políticos? ¿Acaso no son esos algunos de los graves males de nuestra época, tan repleta de ciudadanos pasivos y renegones sin rebeldía?
Y eso por no hablar del mito de la ciencia que se supone que hay en las ciencias, pues ¿qué clase de ciencia pura cabeza de Extremadura es esa cosa con la cual se nos condena al caos, qué cosa es esa de la "ciencia económica" del liberalismo, por ejemplo, cuando expone a la muerte por inanición a las tres cuartas partes de la humanidad? La economía, oficio tan antiguo como el de la prostitución, es tan "científicamente" prostituta como ella misma, pero es esa prostitución de la economía la que precisamente más practican y con menor conciencia de hacerlo los economistas mismos. Por eso para ellos es pecado proponer economías al servicio de la persona, y no personas al servicio de la economía.