Alida, dedicada a su trabajo como docente, poniendo el alma en ello, así como a ser madre por decisión propia, se ve en la vicisitud de quedarse a celebrar las fallas, tan especiales para ella y para su hija, pero, a disgusto, en su estimada Valencia, o irse a pasar esos días al pueblo de su abuela materna, en la Serranía conquense, al que sólo había ido en dos ocasiones siendo niña.
Llega el verano y, Adrián, un lugareño amigo suyo, le presenta a un hombre que la atrapa por completo; ella se enamora de él y está a un paso de cambiar su vida por completo. El entorno de Alida se percata de las banderas rojas que se ciernen sobre ella, del peligro que representa para ella su relación con este personaje; incluso el mismo Adrián se siente culpable por habérselo presentado, pero ella no se da cuenta. Con todo, es la propia Alida la que, finalmente, ve la toxicidad, con toda su negatividad, que le ofrecía Romel, quien, aparentemente un cordero, es realmente un lobo lleno de complejos y frustraciones que vierte continuamente sobre ella. Alida vuelve a ser ella misma y a valorarse como la gran persona que siempre ha sido y sigue siendo.