El pensamiento único rezuma antidiversidad. Aceptar la diversidad es asumir la realidad más allá de las paredes cerebrales que limitan el pensamiento único que lo cocina y lo sirve. El pensamiento "único" no es un pensamiento singular, es un pensamiento limitado. Sus límites son los minimalistas ingredientes que ven un edificio sólido en la idea una que se abrasa en su horno neuronal. Porque la idea una cuando comienza a navegar por el exterior, como producto del small bang cerebral que la incuba, sale achicharrada. Así, no hay modo de apreciar el bosque de la diversidad. El pensamiento único ni siquiera tiene la agudeza visual para contemplar los árboles. Sin embargo, la idea, muy a su pesar, no es consistente. Se pretende ciclópea, pero carece de
fortaleza y, a modo de miura mental, sale cegada de chiqueros. Ausente de diversidad, no está cocida suficientemente para bailar en sociedad. Actúa, pues, como un toro peligroso, crecido en la arrogancia de su poder, en el engreimiento de su omnipotencia, en la capacidad de su deseo de arroyar todo lo que se le ponga por delante. Fatua fantasía que en su embestida ciega, no obstante, causa daños colaterales. Para después autofagocitarse, ya que se pierde no solo ante la diversidad sino incluso ante el camino recto que marcó el sendero único de su pensamiento. Encegada en la soberbia, no quiere observar que el camino lo definen los caminantes, no el perfil de la línea que señala el itinerario. Lo único, como pensamiento, no es proteico. Es panglosiano, lampedusiano y prosaico: antes de nacer, en su ADN ventral; después de nacer, en su ilusa proyección. A sus detentadores, la reducción del pensamiento les convierte en animales ( ojo!, en su sentido taxonómico) de conciencia intensa y de una sola dirección. Y si detentan mucho poder, en lubricanes, en verdaderos monstruos de la naturaleza. En valladares de la reflexión inconcusa, la idea atornillada en vacío y la esencia ignífuga. Su seguridad: la limitación del creyente.