HACE ya mucho tiempo, un buen amigo que se zampaba religiosamente mis escritos me advertía que bajara el ritmo, no se me fueran a acabar las anécdotas antes de tiempo, las buenas historias. Promovía a mi amigo una buena intención. Pero ignoraba demasiado. Creía que una competición deportiva como la NBA, aún con más de seis décadas de historia a sus espaldas, encerraba un anecdotario limitado, como corriéndose el peligro de esquilmar pronto todo ese yacimiento
de secretos dignos de ser contados. El temor de mi amigo tenía su razón matemática. El número de historias en la NBA es tan limitado como granos de arena en el desierto.
Pero en el imaginario narrativo, ese riesgo carece de sentido. Lo que puede contarse teniendo algo por contar abre en realidad un orbe infinito de posibilidades. Cuando alcancé el centenar de partidos en los intestinos de la NBA, el anecdotario personal que acumulaba era de tal volumen que su mayor parte corría el riesgo de perderse por exceso. Aun pudiendo recoger parte de lo vivido en decenas de escritos, la limitación de publicarse semanalmente, la estructura en artículos cuya extensión tampoco convenía engordar y como una forzada selección informativa que reprimía detalles puramente personales o excesivamente literarios, asomaba a la superficie tan sólo una minúscula porción, ya menudo la más superflua, resultado de contar tan sólo lo que uno veía. Si escuchabas desde el pasillo los gritos de un técnico a sus jugadores en el vestuario, ni veías lo que pasaba, ni el oído captaba el contenido exacto de las palabras. De manera que sólo podías reseñar el hecho, la reprimenda, o sea, una décima parte de lo que el hecho era. En tales circunstancias un periodista podía ver llegar al vestuario de los Lakers a aquel ballboy que llevaba una bandeja con tres perritos calientes y extrañarse, dado que Van Breda Kolff tenía prohibido comer a sus jugadores en horas de partido. Una vez cerrada la puerta el periodista testigo se perdería así lo mejor. No vería al técnico detener al muchacho, preguntarle dónde iba con eso, señalar el chaval a Wilt Chamberlain y recular entonces el entrenador, que no quería problemas con el gigante, con un patético "bueno, pues cómelo rápido". Los narradores suelen perderse así lo mejor. Por eso, a veces se compensa esta pérdida con un gran entusiasmo por lo que se ve.