Juan había visto las orillas del tiempo. Al parecer, los demás no las veían. Era muy peligroso aventurarse en esas orillas, literalmente podían calificarse de mareas peligrosas. Torpe o no, Juan había navegado en sus aguas, y daba igual el miedo, las ganas de salir huyendo al verlas o, simplemente recordarlas, volvería a sumergirse, solo porque ella estaba en la otra orilla, esperándole. Sus ojos verdes parpadearon y entonces lo vio todo muy claro. Allí, se estaba construyendo un mundo. Un mundo que era independiente del mundo de Juan o de su propio mundo, un mundo de amor, donde todo era posible.