La educación inclusiva se enfrenta en la actualidad a una realidad socioeducativa de notable complejidad. Los distintos significados que se le atribuyen han generado, en ocasiones, confusión y análisis conceptuales erróneos, plagados de ambigüedades. La educación inclusiva reivindica la humanidad de todas las personas y promueve el acceso, la presencia y el aprendizaje de todo el alumnado, sin distinciones, etiquetas ni estigmas. Sitúa en el centro a las personas y sus vidas, en comunidad, prestando especial atención a aquellas personas que, históricamente, han sido relegadas a los márgenes debido a un modelo hegemónico de la discapacidad, excesivamente restrictivo por interpretaciones de carácter biologicista. Las experiencias prácticas que permiten visibilizar sin excluir constituyen una oportunidad para repensar estrategias más inclusivas. Estas estrategias deben considerar: 1) el contexto, identificando quiénes están incluidos y quiénes excluidos, así como las razones de dicha exclusión; 2) el desarrollo de prácticas cooperativas entre los diferentes profesionales de la educación; 3) el abandono de una mirada centrada exclusivamente en la discapacidad, adoptando, en su lugar, una perspectiva más holística y social; 4) la implicación activa de la comunidad y de las familias; 5) la colaboración entre diversas comunidades educativas y la creación de redes de trabajo colaborativo entre profesionales; 6) la necesidad de una coordinación y un liderazgo que cuide las relaciones y reconozca a la otra persona desde una posición ética de alteridad. El alumnado en riesgo de exclusión social y la persistente segregación escolar exigen un cambio de mirada, capaz de transformar las formas de pensar y actuar. El título del libro alude a responsabilidades compartidas en aras del bien común, pues la educación inclusiva requiere de un compromiso ético global como única vía para la construcción de sociedades más justas, equitativas y democráticas.